Respiro de manera entrecortada con la mejilla pegada a la pared de hielo. Seguramente el hecho de estar a 4,500 metros de altitud no me esté ayudando nada a recuperar el resuello. Oigo la voz de Miguel con su marcado acento peruano y un tono ligeramente jocoso "¡Uuuhhhh, puuuuta! ¡Eso dolió amigo!" En ese momento me percato de la punzada de dolor en el muslo derecho, justo donde el trozo de hielo hizo impacto. No quiero mirar abajo. Tampoco miro arriba. En algún momento en el último millón de años, mientras el antepasado del homo sapiens se enderezaba sobre dos patas perdía habilidades trepadoras y se acostumbraba a vivir a ras de suelo, por debajo de las copas de los árboles, una mutación de un gen, uno de los millones que poseía el homínido, hace que al mono le empiecen a dar miedo las alturas. Eso le otorga ventaja competitiva sobre sus congéneres, que caían como moscas de precipicios, árboles y sí, supongo que también, paredes de hielo. Y a mí, en ese instante, a ocho metros de altura, lo que me otorga es temor. Eso explica porque no miro para abajo. Las palabras de Miguel, pronunciadas antes de comenzar la ascensión, resonando en mi cabeza hacen que no mire para arriba. Si no miro para arriba el casco cumplirá su función en caso de que se desprendan pedazos de hielo. Y vaya si se desprenden. Oigo el chorreo continuo de trozos, más o menos pequeños. Maldigo el sol, en el momento que hace acto de presencia entre las nubes, el hielo se deshace más rápido y el goteo de cascotes se acelera. Llevo ya un rato quieto, apretado contra la pared vertical, pero no hay manera de recuperar el aliento, tengo los brazos agotados y las manos doloridas con los nudillos blancos de agarrar con fuerza los piolets. Notó el agua helada entrando por el agujero que hay en el guante de mi mano derecha. Mi pie izquierdo está en una posición muy poco natural y me empieza a doler, así que me trato de incorporar sobre él para mejorar el apoyo. Momento en el que el crampón se resbala y el pie me queda colgando. Al recaer todo el peso sobre mi pie derecho el hielo cede y, con él, mi pie. ¡Joder! Quedo colgando de los manos, con los dientes apretados, la nariz aplastada contra el hielo y los brazos estirados y doloridos. En algún recoveco de mi cerebro pienso: "¿¡Pero que cojones hago yo aquí!?"
Y oigo a Miguel gritando: "¡Jajaja! ¡Putaaaaaa, el españolito se resbaloooooó!"
(¡Cabrón!)
(Continuará)
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