viernes, 29 de octubre de 2010

Imperioso y yo


Mi primera montura respondía (poco) al nombre de Bronco. Una mala bestia negro azabache que hacía honor a su nombre emprendiéndola a empellones, cabezazos y coces con quienquiera que tratase de adelantarle. Porque Bronco resulto ser un bully vocacional y, como pudimos comprobar esa noche viendo sus avances (literales) con una de las yeguas del grupo, el alpha male del establo. Así que a la segunda refriega pude oir la voz irritada y perentoria de Simón, nuestro guía: "¡Sergio, sujeta ese caballo!". "Sí, claro, si me dices cómo...". A pesar de mi dilatada experiencia con caballos (unos 15 minutos) y de las detalladas y extensas instrucciones recibidas ("Cuidado con ese caballo, es problemático", "eeehhhrrrr, estoooo, ¿y la llave de contacto? ¿problemático dices?") como uno es lento de entendederas no conseguía dominar a la malhumorada criatura de 600 kg.

Al poco de partir, justo después de descubrir que lo correcto era sentarse mirando a la cabeza del caballo, empezamos a practicar el trote. Bueno, el caballo lo tenía bastante practicado y trotaba a la perfección. Yo no. Me limitaba a dejarme bambolear cual saco de patatas con una gracia y elegancia propia de un hipopotamo con tutú. "¡Sergio, muy mal! ¡Mira las chicas que bien lo hacen! ¡No como tú!". Simón me estaba empezando a recordar mi sargento chusquero durante la mili. Y eso que yo no he hecho la mili. Viendo a mis compañeras pude observar que, para conservar un mínimo de dignidad, e incluso parecer grácil, uno tenía que incorporarse sobre los estribos y sentarse una y otra vez de manera rítmica. Ventajas que tiene haberse criado en una granja con caballos, como era el caso de Ziwy, o haber ido a clases de equitación de pequeña, como Clara, o haber estado cabalgando durante un par de días en Argentina, como Grace. Justo cuando empezaba a cogerle el tranquillo, y quizás, sólo quizás, acuciado por los golpes de talón que, involuntariamente, le estaba arreando a mi corcel mientras practicaba el trote, a Bronco le dio por galopar...

Tras el primer momento de pánico y al comprobar que podía, más mal que bien, mantenerme sobre el caballo, recuperé la presencia de ánimo e, incluso, disfrute de la galopada y, sorprendentemente, conseguí frenar a mi montura sin mucho esfuerzo. En realidad, Bronco era bastante dócil una vez alejado de sus congéneres. El resto de la mañana transcurrió tranquilamente mientras atravesabamos riachuelos bajo un sol de justicia, en un paisaje salpicado de cactus y rojizas quebradas, un decorado hecho a medida para calzarse las espuelas, enfundarse el sombrero de cowboy y cabalgar. Fue aquí, sorprendentemente, al sur de Bolivia, aunque en un entorno sacado de Centauros del desierto que los famosos bandidos Butch Cassidy y Sundance Kid mordieron el polvo. Despues de infinidad de atracos en el Far West norteamericano y de multitud de enfrentamientos con las fuerzas del orden, los dos forajidos escaparon a Sudamérica dónde, tras unos años, fueron acribillados por un grupo de soldados bolivianos en 1908.

A la enésima refriega de Bronco con otro jamelgo del grupo mi sargento chusquero particular ,en el tono de voz nada amistoso que sólo utilizaba para dirigirse a mí, me indico que cambiara la montura con él. Desde que nos habíamos encontrado por primera vez aquella mañana Simón no había hecho el más minimo esfuerzo por ocultar su antipatía hacia mí. Es algo extraño suscitar tal animadversión en alguien a quien no conoces de nada. No se trataba de Simón contra el mundo, ya que la actitud hostil la reservaba únicamente hacia mi persona. Los gruñidos se transformaban en una empalagosa vocecilla cuando se dirigia a mis compañeras y la cara ceñuda en una sonrisa de oreja a oreja. ¿Sería por ser hombre, por ser español (los españoles tenemos una cierta mala reputación histórica por estos lares)? No lo sé. Ambas posibilidades quedaron descartadas aquella noche, cuando una pareja de turistas con los que cenamos en el rancho donde ibamos a dormir me indicó que habían tenido a Simon de guía hacia un par de días, excursión durante la cual tuvo más que palabras con una pareja de ingleses. Cuando le espete que, debido a mi inexperiencia con caballos y a su falta de indicaciones, era imposible que llegara dominar a Bronco se me encaro. Literalmente. Momento en el que empece a escuchar la musica del duelo final de El bueno, el feo y el malo de Ennio Morricone (demonios, ¿donde esta mi Colt?).

(continuará... espero...)

jueves, 28 de octubre de 2010

Cuenca minera, borracha y dinamitera

La verdad es que estaría francamente agradecido si Sole dejase de flirtear con el hombre de la cicatriz en la mejilla y los tres dedos en la mano derecha. En realidad, por mí, se pueden meter juntitos a intimar en uno de los barracones que atestan la ladera de la montaña y dejarse de gilipolleces, siempre y cuando, claro, se lleven consigo el paquetito que Sole dejó en mis manos para sacarme una foto. Supongo que no me debería inquietar, la mecha es considerablemente larga y la apenas perceptible llama avanza muy lentamente. Debe de ser la falta de costumbre, la última vez que puse las zarpas sobre nitroglicerina mezclada con nitrato de amonio, mezcla también denominada dinamita, con un cordelito chisporroteante adosado, fue hace... a ver déjame que haga memoria... huuummmm... pues debía de ser muy pequeño, o estar borracho, porque no me acuerdo. Y si no fuera porque Sole, amablemente, me acaba de informar de que la cantidad que tengo entre manos sería suficiente para separarme la cabeza unos veinte metros del cuerpo (y no soy médico pero estoy casi casi seguro de que eso es bastante malo para la salud, hasta incluso peor que el tabaco) pues sacaría el smartphone del bolsillo y me acabaría tranquilamente el Sudoku que tengo a medias. Sin embargo, para ser sincero, estoy ligeramente nervioso. Es lo que tiene haberse criado en tiempos de paz, se inquieta uno por cualquier chuminada. Generación de maricones y nenazas sin redaños que diría Reverte.

Sonrío al pensar en la cara de gilipollas que debo de tener con el dichoso paquetito en las manos, en posición de sacerdote haciendo una ofrenda a Osiris y con la cabeza ligeramente ladeada, con los ojos medio cerrados, pestañeando, como si eso fuera a proteger las córneas, o la masa encefálica. Pasa un grupo de mineros que me saludan alegremente, como si llevara en las manos un ramo de flores. Bueno, sospecho que eso provocaría algún que otro ceño fruncido y más de un cuchicheo. Bujarrón irredento, que diría Reverte (me refiero al macho Reverte, no a Javier).

Unas horas antes habíamos hecho acopio de provisiones en una de las muchas tiendecitas para mineros que se pueden encontrar al pie de la montaña abasteciéndonos de todo lo necesario para la visita a la mina:

- Buenos días Celita, ¿cómo estamos hoy?
- Hola Sole, ya pensé que no ibas a venir esta mañana. Pues bien, hija, aquí estamos.
- ¿Y tu marido?¿Cómo está Pancho?
- Ay, pues sigue de baja, ya sabes... lo de la pierna.
- Vaya no se ha mejorado.
- No chica no, ¿lo de siempre verdad? (mientras va colocando una bolsa de hojas de coca sobre el mostrador y una botella de limonada de dos litros) ¿algo de güisqui minero? (agarrando una botella transparente que pone "ALCOHOL POTABLE 96%" en grandes letras azules).
- Sí, y dame un poquito de dinamita anda (tras lo que Celia coge un cartucho de una especie de plastilina y una bolsita de plastico con bolitas blancas de una caja situada entre las cebollas y el papel higiénico).

La dinamita me cuesta la friolera de 15 bolivianos (unos dos dólares), que viene a ser el precio de una botella de Potosina (cerveza local) de 630 ml en una casa de comidas. Las hojas de coca , al igual que la limonada y el güisqui, son para regalar a los mineros. La coca, desde tiempo inmemorial, forma parte de la cultura de estas regiones de Sudamérica, por todas partes se puede observar gente, especialmente aquellos, como mineros y campesinos, que desempeñan los trabajos más duros, masticando las pequeñas hojas. Las hojas van soltando su jugo y, a medida que se te duerme la lengua y el carrillo, te invade una sensación de euforia, te olvidas del cansancio, pierdes el apetito y se te pasa el mal de altura.

Tanto durante el surrealista diálogo descrito más arriba como durante las horas que seguirían en la visita a una de las minas de Potosí me viene a la cabeza una tonadilla de mis años de instituto:

En vez de pico, metralleta
en vez de casco, un embudo
lo que más nos divierte
es dar patadas en el culo.
Cuenca minera
borracha y dinamitera.
Estamos lobotomizados
ya tenemos cruzaos los cables
somos violentos de cuidado
y maldecimos sólo en bable.
Cuenca minera
borracha y dinamitera.
Cuenca minera
borracha y dinamitera.
Cuenca minera como una regadera.

Ni siquiera la estricnina
nos divierte en esta mina
pero qué bien sienta en los pulmones
el grisú a borbotones.
Cuenca minera
borracha y dinamitera.

Mira la ruleta rusa
y los duelos a primera sangre
son juegos para marujas
son para muertos de hambre.
Cuenca minera
borracha y dinamitera.
Cuenca minera
borracha y dinamitera.
cuenca minera como una regadera.

Nos bebemos mil cervezas
porque aquí ya no hay mujeres
en medio del tiroteo
que hay entre langreo y mieres.
Nos damos todos de hostias
y el que así se muera pierde.
Porno duro y carbón
maricón el que no juegue.
Cuenca minera
borracha y dinamitera.
Cuenca minera
borracha y dinamitera.
Cuenca minera como una regadera.

Siniestro Total

(Continuará... quizás)


jueves, 7 de octubre de 2010

Una de judíos

"Pues empezamos bien" pensaba yo después de que mi hola fuese respondido con miradas serias, gestos adustos y un silencio sólo roto por el fuerte silbido del viento del Oeste (bueno, quizás eso fuese producto de mi imaginación). Iba a ser que la pareja que se hallaba sentada en el sofá de la agencia no eran españoles. Siempre confundo a los israelíes con españoles. Los rasgos faciales son muy parecidos y estos dos se hallaban enfundados en ropa de montaña con lo que el atuendo no daba muchas pistas.

De entre todas las nacionalidades que conforman el contingente turista en la Cordillera Blanca, los israelitas son los más numerosos. Sorprendente para provenir de un país con tan poca población, tan lejano y con tan pocos vínculos culturales con el Perú. Me los había encontrado también a puñados en Himachal Pradesh y Ladakh, al norte de la India, donde tienen una sólida reputación como consumidores voraces de todo tipo de estupefacientes. Tras un servicio militar obligatorio de tres años para los hombres y dos años para las mujeres y, precisamente, no en un destino tan tranquilo como el acuertelamiento de El Ferral en León, muchos se dedican a viajar por una temporada (tanto sus cuerpos como sus mentes). Y, por el motivo que sea (se me ocurren un par de ellos, así a bote pronto), no parece que esté entre sus preferencias el visitar los paises vecinos. De hecho la mayoría de los países del mundo musulmán veta la entrada a los ciudadanos de Israel e, incluso, a los ciudadanos, sean del país que sean, que tengan en su pasaporte un sello de entrada en la nación judía.

Mientras yo charlaba animadamente en español con un alemán de los más dicharachero (¿por qué todo el mundo aprende español tan fácilmente?), Omer y Eyah permanecían silenciosos en la parte de atrás del todoterreno. Sólo abrieron la boca en sincero agradecimiento al observar mis esfuerzos para que les devolvieran la entrada al parque natural que acababan de comprar. Entrada que ya tenían de antemano. Para ser judíos, como pude comprobar de nuevo más tarde, eran bastante torpes con el dinero.

Al ver que el guía no tenía el más mínimo interés en dar muchas explicaciones en inglés, me convertí en improvisado traductor para mis dos compañeros. Poco a poco, Omer y yo nos fuímos rezagando. A pesar de la reserva inicial Omer resultó ser una compañía de lo más agradable y uno de estos raros especímenes en los que, al tratarle durante más de cinco minutos, confías ciegamente. Omer, además, podía representar la grandeza y la tragedia de su pueblo. Estudiante en Tel Aviv, había pasado, este verano, un par de meses en la universidad de Yale, una de las más prestigiosas del mundo. Tras lo cual había estado recorriendo Chequia, Austria y Polonia con sus padres y su abuela en un tipo de viaje que, al parecer, es bastante común entre las comunidades judías, tan itinerantes, en busca de los orígenes. La abuela de Omer había ingresado en Auschwitz en 1942 y sobrevivido durante todo el resto de la guerra hasta la liberación del campo en 1945, siendo una de las supervivientes que más tiempo estuvo en el campo de concentración. Fue lo suficientemente afortunada como para entrar con 17 años recién cumplidos, ya que los menores de esa edad eran exterminados ipso facto nada más ingresar, al no ser considerados aptos para el trabajo.

Siempre he sentido una cierta fascinación por el pueblo judío. Por la manera en la que una tribu de los cientos que han habitado los márgenes del Mediterráneo ha conservado su cultura, tradiciones, identidad y religión desde tiempo inmemoriales hasta nuestros días. Por como la religión judía ha sido el germen de dos de las religiones mayoritarias y preeminentes de nuestros días. Por su desdichada y trágica historia, éxodos, esclavitud, diásporas, persecuciones, pogromos, expulsiones y holocausto. Y por la extraordinaria facultad de sus miembros para sobresalir en prácticamente cualquier campo, negocios, filosofía, economía, música, cine, ciencias... La lista de judíos célebres es interminable: Jesucristo, Einstein, Karl Marx, Spinoza, Spielberg, Bob Dylan... (ver http://en.wikipedia.org/wiki/Lists_of_Jews).

De Eyah (alias Silencioso Bob) no llegué a saber mucho aparte de que, detrás de la fachada taciturna y ceñuda, ocasionalmente se asomaba una maravillosa sonrisa.

martes, 5 de octubre de 2010

Cual Juanito Oiarzabal

Tras pasar penalidades indescriptibles, al borde de la extenuación, al filo de lo imposible... con las manos en los bolsillos


Bueno aquí doy un poco más el pego (¿qué pasa? ¿tengo que perder tres dedos de cada mano por hipotermia o qué?)